Esta historia me la contó mi abuela el 3 de octubre de 1993, que a su vez la recibió de la suya el 3
de octubre de 1931, quien lo recibió de la suya el 3 de octubre de 1868 y hasta ahí tenemos las
fechas. No sabemos exactamente en qué momento empezó la tradición de transmitir la verdad
sobre nuestra humanidad a las nuevas generaciones, con el detalle de saltearse una (por eso es
que mi mamá no la sabe). La abu Minga me explicó que era necesario contarlo literal a una
generación, pero no a la siguiente. La idea es confiar en que quien conoce la verdad pueda
transmitirla de diversas formas para que evolucione el concepto y se vuelva vívido, para que no se
endurezca ni reduzca en las palabras, y luego volver a decirlo para que otra vez florezcan
múltiples interpretaciones de la misma raíz.

El ritual comenzó como una merienda típica de abu-nieta: té con limón y el budín de naranja del
cual sí todas tenemos la receta. Me gusta aclarar que es “típica” porque desde que nace la nieta, la
abuela se encarga de crear el hábito de estos encuentros esperando el cumpleaños número siete
para el momento mágico. Una vez terminada la primera taza y hecho un repaso de los eventos y
emociones de la semana, mi abuela sacó un cuaderno viejo, pero en perfecto estado, que tenía
dibujos en varias páginas y luego hojas en blanco, me dio lápices y me invitó a dibujar la historia
que iba a contarme:

“Había una vez, en una playa conocida por todos pero caminada por nadie, una nena con zapatillas
rojas que estaba haciendo un pozo. La nena había perdido la idea del tiempo que hacía que estaba
allí, y de la profundidad que había alcanzado cavando. Jugaba con el mar que se metía en su pozo
y mezclaba los colores de la arena hasta que apareció algo brilloso en un costado, una especie de
roca, pero de un material desconocido. Eran partículas de brillo apelmasadas y a su vez volátiles.
La nena lo agarró con las dos manos y corrió a mostrarle a su abuela que había terminado de
preparar un té con limón y estaba cortando un budín de naranja. Cuando llegó vio que tenía brillos
en las manos y que el objeto seguía en tamaño constante, cada partícula que se había caído en el
camino o sobre su cuerpo volvía a salir. La abuela la sentó a la mesa, le dio una taza de té y sacó un
cuaderno con algunas hojas dibujadas y otras en blanco.

-Encontraste la fuente – dijo- Llegó el momento de que sepas algo que vas a tener que contarle a
tu nieta… todos los seres humanos que poblamos este planeta venimos de esas partículas. Antes
vivíamos en Hackhi, pero nos necesitaban en la tierra para crear una capa lumínica que cambie la
densidad del aire. Nos dormimos en forma de brillo y nos espolvoreamos por acá. Algo debe haber
fallado en el proceso de humanización, porque al abrir los ojos por primera vez ya no recordamos
a Hackhi ni la tarea que teníamos. El desafío es mantener el brillo cuando nos despertamos en
humanos, no es fácil… muchos mueren apagados o queriendo apagar, olvidados y desconfiados de
la partícula inicial, no sabíamos que iba a ser tan extraño reconocerla y sentirla…miles de
generaciones antes que nosotros y miles después, con esta única tarea de desplegar el brillo. Ya
ves que ahí entre tus manos están en potencia millones de nuevos seres humanos esperando
despertarse y lograr cambiar el aire.

Después de semejante monologo, se levantó como si nada y fue a calentar más agua.
La nena se quedó pensativa, comía el budín y al ver las miguitas no podía evitar pensar en cómo se
parecía eso a los seres humanos por nacer. Después de un rato de balancear los pies y mirar el
mar, sin saber muy bien por qué, agarro el cuaderno y empezó a dibujar un laberinto y puso en el
medio, en el lugar del tesoro, una partícula de brillo… ¡espero que esta nunca se active!- pensó.
La abuela volvió con la pava, miró el dibujo y sonrió. Cerró el cuaderno y lo llevó al cajón donde
siempre lo guardaba.

Al ratito volvió al cajón, abrió el cuaderno en la última página y agrego: 3 de octubre”